Aquella mañana como siempre, se sentó en el mirador. Allí se sentía en paz. Siempre se llevaba un libro que rara vez abría. Se sentaba en su silla de mimbre y pasaba el día mirando por la ventana. Hacía ya mucho tiempo que no salía de aquella casa, pero ya no echaba en falta pasear, se conformaba con mirar a la gente pasear.
Ese día el timbre de la puerta rompió su rutina. Se sobresaltó e incluso protestó por tener que abandonar su nostalgia durante unos segundos. Desconfiaba de los timbres que sonaban cuando no se esperaba a nadie. Ese sonido agudo y serpenteante, le traía a la mente memorías lejanas en el tiempo, pero todavía cercanas en su piel. Aun así, se levantó y fue a abrir.
Miró antes por la mirilla, y después de asegurarse de que no era nadie conocido, abrió. Detrás de la puerta la esperaba una joven sonriente con un pequeño ramo de flores y una tarjeta en la mano. Alguien le enviaba flores.¿Flores blancas? Se extrañó. Bien sabía todo el que le conocía, que a ella solo le gustaban las amapolas, y esas eran flores que sólo se podían recoger silvestres, en el campo, y en primavera. Seguramente la joven se había equivocado de dirección y esas flores no eran para ella.
La joven, aun sonriente, le preguntó
- Buenas tardes, ¿es usted la señora Manuela Elías?
- Sí, yo soy Manuela Elías - respondió un tanto dubitativa
- ¡Encantada! Soy Ana, de la floristería de la calle Atardeceres y tengo el encargo de entregarle este ramo y esta tarjeta. ¡Tome, son para usted! ¿No son hermosas? - la joven le tendió el ramo y el sobre.
Manuela no sabía que contestar. El entusiamos de esa chica la desconcertó aún más. Así que cogió el ramo, murmuró un leve "gracias" y cerró la puerta.
Se fue a la cocina, dejó la flores en el fregadero y se metió la carta en el bolsillo de la chaqueta. Con el tiempo había descubierto que siempre era mejor la emoción que se siente ante algo cuyo contenido desconoces, que la sensación de su descubrimiento.
Volvió al mirador. Se sentó en su silla de mimbre, y regresó a la nostalgia que aquel lugar la transportaba. Mucho rato después, cuando ya sólo la luz anaranjada de las farolas iluminaban el mirador, sacó el sobre del bolsillo y lo abrió. Leyó la nota, cerró los ojos y suspiró. Volvió a guardarla en el bolsillo y por fin, lloró.