Habían pasado dos años desde aquella mañana que perdió el avión. Le habían despedido, y a ella no se le ocurrió otra cosa que abrir una pequeña floristería en el centro de su ruidosa ciudad.
Hacía ya año y medio desde la primera vez que abrió su pequeño jardín al público, pero aquel negocio no marchaba bien. Ya se lo venía diciendo su padre casi desde el día que inauguró, pero ella estaba tan emocionada con su proyecto que le parecía imposible que no fuera ser un éxito.
Para variar, no estaba siendo un buen día. Se había pasado toda la mañana revisando papeles, pagando facturas y haciendo cuentas. Odiaba toda aquella burocracia, pero no le quedaba más remedio que enfrentarse a ella si quería tirar para adelante y salvar su pequeño jardín. Pero por mucho que rehacía una y otra vez todas las cuentas, los números no le daban. Además en lo que llevaba de día sólo había vendido un ramo de flores blancas a un hombre silencioso y taciturno. Aquel hombre, había entrado directo al mostrador, sin pararse a mirar ni una sola flor. Ni si quiera le devolvió el saludo. Y después de quedarse mirando un rato la fotografía de amapolas que tenía detrás del mostrador, le había entregado un sobre, y le había pedido que entregara un ramo de flores blancas en una dirección no muy lejana a su jardín.
Así pasaban los días, gente entrando y encargando ramos impersonales, ramos sin emoción, correctos, sin historia, neutrales, sin pasión y con el único fin de cumplir las expectativas de otros. Empezaban a sonarle lejanos sus sueños de preparar ramos personificados según la historia que le contaran sus clientes. De ver a la gente paseando entre las flores y llevándose alguna para seguir admirándolas en casa. No había corazón, ni sinceridad, ni belleza en aquellos pedidos. Mas ella siempre, entre flor y flor, dejaba un trocito de su alma para que quien los recibiera no notara ese vacío.
Todos estos pensamientos la entristecieron. Posiblemente su padre tenía razón, y lo mejor era deshacerse de aquel lugar antes de que acabara con los pocos ahorros que todavía le quedaban. Pero eso ya lo pensaría más tarde. Ahora tenía que preparar aquel ramo de flores blancas. Quizás aquellas flores sí escondieran una historia merecedora de ser contada. Quizás aquella tarjeta contenía palabras nunca dichas y siempre anheladas. Quizás ese trocito de alma que ella se dejaría en aquel ramo curaría las heridas de otra. Quizás mañana cambiaría su suerte.